miércoles, 23 de diciembre de 2009

una idiotez!














Me carga cuando caen al suelo las cucharas.

Me carga que dejen las cosas donde no corresponden.

Me cargan los pelos en la tina.

Me carga la burocracia porque siento que pierdo el tiempo.

Me carga cuando la gente se burla de una situación que para mí fue difícil.

Me carga cuando la gente se hace la sorda y no contesta.

Me carga que me digan lesita, tontita o cualquiera de esos diminutivos.

Me carga que me describan como tierna.

Me carga cuando alguien me pregunta algo y otra persona contesta por mí.

Me carga que no salga agua cuando me quiero duchar.

Me carga ir al baño y que se haya acabado el papel higiénico.

Me carga las palabras “loquilla” y “coleto”, si es ¡“colectivo”!

Me carga cuando la gente adorna mucho una frase, tratando de parecer poetas y no lo son.

Me carga la gente que se compromete en algo y no lo cumple.

Me carga la gente que trata de socializar golpeándome la espalda.

Me carga la gente que se burla de los otros para parecer simpáticos o sentirse superiores.

Me carga la gente poco solidaria

Me carga la gente cahuinera.

Me carga la gente chupamedias.

Me carga cuando me pongo celosa.

Me carga cuando me siento obligada a hacer cosas que no quiero.

Me carga cuando extraño a alguien de manera ambivalente y me enojo.

Me cargan las rimas consonantes [salvo las de Rubén Darío]

Me cargan los hombres que orinan en cualquier parte.

Me carga cuando personas que admiro actúan de manera infantil.

Me carga cuando son irónicos conmigo [pero amo ser irónica]

Me carga quedarme pegada en cómo pude hacer algo de mejor manera.

Me carga perder las llaves o el celular cuando salgo atrasada y me demoro más.

Me carga olvidar que estoy tomando té y se enfría.

Me carga andar con bolsos o mochilas pesados.

Me carga cuando se acaba la pila de mi mp3 y yo camino sin música.

Me carga cuando presto algo y no me lo devuelven.

Me carga sentir que se acercan a mí sólo para sacar provecho.

Me cargan los abrazos de personas que me caen mal [y sé que les caigo mal]

Me carga cuando me preguntan “¿tú me quieres?”

Me carga que me digan “y se puso roja” cuando yo sé que me dio vergüenza.

Me carga que se hagan los interesantes o me quieran sacar celos.

Me carga que suene el celular muy temprano y sea número equivocado.

Me carga que me acusen o juzguen por algo que no he hecho

Me carga cuando, cómo hoy, ando penca, con mañas, mala onda, con la nube negra, y etcéteras varios…




lunes, 14 de diciembre de 2009

Cuando no enamora...




Cuando se despidió él sabía que era el último beso... cerró la puerta y la imaginó corriendo por las escaleras para alcanzar el colectivo y llegar presurosamente a su reunión...

Recogió su ropa del piso, se sentó en el sillón, contempló las nubes, y se dejó invadir por la angustia, esa certeza férrea de que se iría de su lado para siempre.

La recordaba media mareada y con los ojos perdidos, mientras le confesaba su amor. Evidentemente estaba hiperventilada, y su cuerpo quería huir, por lo que él le brindaba uno de esos abrazos que la mantenían sujeta y controlada.

Él buscaba respuestas al mirarla. Ella sólo esbozaba sonrisas. Él sabía que ella era miedosa y cobarde. Ella no sabía que decir frente a la sentencia de un “te amo”. Él sabía que al decirlo corría el riesgo de perderla para siempre. Ella no sabía qué era el amor. Él lo había descubierto con ella. Ella huyó. Él lloraba sentado en su sillón.

Sintió rabia consigo mismo un momento, no tenía que haberlo dicho. Pero, ¿Cuánto más podría esconderlo? Ya nada tenía sentido. Sentado en su sillón, mirando las nubes y recordando sus largas conversaciones sobre el todo y la nada, los nunca y los siempre, la bipolaridad de ella y la hipersensibilidad de él, lloró.

Se sintió vacío. La odió, la amó, la olvidó, la añoró, la recordó, la insultó, todo en un breve momento, para volver a mirarse con su ropa en la mano y el recuerdo de su cuerpo tibio sobre su piel, sus besos de cereza y sus risas de golondrina.

Ese día ella estaba contenta. Lucía por primera vez desde que la conocía, unos delicados tacones. Esta vez se había arreglado más de lo habitual, y se sintió contento porque sabía que lo había hecho para él. La vio venir desde lejos. Llevaba el ceño fruncido y movía los labios cantando bajito. Pronto su mirada comenzaría a buscarlo y él esperaba ansioso el momento en que sus ojos se crucen y se extinga la fruición del ceño con una sonrisa.

Él se acercó lentamente entre la multitud, fascinado con sus ojos buscándolo, y entre tanta gente le tomó la mano y ella despertó de su búsqueda. Sonrió al verlo y le besó los labios. Él se sentía tan feliz…

¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué tenía que enamorarse? ¿Por qué ella tenía que asustarse tanto cuando las cosas se ponían serias?... no entendía, y la rabia lo embargaba. Los recuerdos lo sorprendían burlándose de él, no podía creer que todo era mentira, si ella lo quería, se lo había dicho muchas veces e incluso se enojaba cuando se lo preguntaba. No entendía… ahora él sabía que no la tendría más…

Le preguntó cómo estaba y ella serenamente tomó su mano. Ya no le avergonzaba caminar con él de la mano y él se sentía orgulloso. Le dijo que ahora bien, y que lo quería. Él era feliz. Se fueron a su casa, conversando de lo que hicieron en el día, y de lo que harían juntos.

Llegaron a su casa. Ella, como siempre, observaba todo detenidamente, olía las flores, soplaba la ceniza del incienso acumulada, tocaba las hojas de las plantas, y esbozaba un comentario sobre el orden de las cosas. Él la observaba, era casi un ritual de sus visitas.

Se levantó y decidió llamarla. Le diría que olvide sus palabras, que vuelvan a empezar como antes, cuando todo fluía sin proyecciones, sin planes… de alguna manera sentía que la presionaba, que la obligaba a amarlo de igual manera y la culpa comenzaba roerle los pensamientos. Tomó el teléfono y se frustró de inmediato. Ella sería amable, le diría que no importa, que todo seguiría como antes, como solía hacerlo con ligereza pero con la decisión ya tomada.

Se sentaron a mirarse, a idolatrarse con los ojos. Comenzaban a tejer una realidad paralela y mística, como siempre en sus encuentros. El avanzar de las nubes denotaba el tiempo que transcurría, mas ellos perplejos se miraban sin segunderos. Pronto y suavemente empezarían a amarse, con ternura, con fascinación.

La miraba en la penumbra. Amaba cuando el sol regalaba sus últimos rayos y el podía ver el contorno de su silueta y sus ojos de espejos observándolo. No podía evitarlo. “Te amo”, le dijo embelesado con la magia que desprendía. Ella despertó de su ensueño y se alejó para mirarlo en perspectiva. No entendía, se paró y él la siguió rodeando su cintura con sus brazos, diciéndole que no tema, que ellos se querían y que él sabía que ella podía enamorarse.

Quería huir. Sentía que a la quieta laguna verde le habían arrojado piedrecillas. ¿Enamorarse?... ella no quería enamorarse y él le estaba diciendo que podría hacerlo. Se despertaba del sueño entonces, se daba cuenta, y era tiempo de huir, del miedo ingente de dejar de ser quien era, de abandonar su libertad, de entregarse completamente a otro que pudiera abandonarla cuando quisiese. No, no debió despertarla de su sueño.

Al mirarla, con sus ojos temerosos entendió que había traído el amenazante invierno para la golondrina. Volvía a odiar su sensibilidad, su afán de sujetarla, su miedo a perderla…

Se fue, con excusas y pretextos, pero siempre con sonrisas. Un beso nervioso, un te quiero, y el inevitable adiós escondido en sus gestos.

No sabía qué pensar sobre lo dicho, no quería pensar en sus sentimientos, nunca quiso, siempre supo que había que sentir y la sentencia de él era obligarla a “amarlo” con la cabeza, a proyectarse, a establecerse… Pero la duda se había instalado, y era tajante en no darle paso a las palabras de amor.

Huyó, como siempre lo hacía, tal como él lo temía… no habría vuelta atrás. Tal vez sería amable, hasta tierna, pero de nuevo las espinas volvían a afilarse. Él lo sabía. Sentado en su sillón sabía que no podría abrazar nuevamente el tiempo subjetivo de sus miradas fascinadas, que no podría escuchar la música de su risa, y comenzaba a odiarla, tal como ella lo esperaba, como lo presentía mientras bajaba corriendo por las escaleras.

El tiempo subjetivo comenzó a ser eterno. Las horas transcurrían sin prisa y ambos se sentían chapoteando en su lodo, cada uno en su pegajoso y oscuro lodo… ¿qué más peor que un “te amo” frente a la muralla de un “yo no te amo”?... (“la culpa es de uno cuando no enamora y no de los pretextos ni del tiempo…”)

domingo, 29 de noviembre de 2009

Por las nubes...






















-¿Qué haces aquí?
-Te estaba esperando…
Aquella laguna resplandecía por los reflejos del sol. Sentado en el banco, observaba los nenúfares flotar cuando sintió sus pasos sobre la hierba y se volteó a saludarla con la mirada. Ella venía con ese pesado vestido de terciopelo verde, llevando unas hojas desordenadas en sus manos.
- ¿Hace cuanto que estás aquí?- le dijo pasando su mano por su cabello.
- Estaba en el sillón de mi casa y decidí venir porque sabía que llegarías.
- Te has vuelto un adivino últimamente…
- ¿Este era el vestido del que me hablaste?
- Si, ha sido difícil llegar hasta aquí por eso. Pero sólo ocurrió que venía corriendo y mis pasos se enlentecieron porque caí en la cuenta que llevaba el vestido verde.
- ¿Ahora es cuando te metes al agua, lanzas las hojas y te decides a flotar?- le dijo sonriéndose un poco.
- Sabes que antes de eso me sentaré a contemplar los nenúfares un momento contigo.
No había nadie más en el lugar, sólo se escuchaban los pájaros trinar, las ranas croar, y el viento que molestaba a las hojas que ella aún mantenía en sus manos. Él parecía triste, y ella sentada a su derecha apoyaba su cabeza en su hombro, contemplando los nenúfares en silencio. Ella había aprendido la magia del silencio en sus encuentros con él, al principio le incomodaba un poco, pero con el devenir de los días se había vuelto en sus espacios de descanso, en que sólo estaban ellos, suspendidos en una pausa del tiempo.
-Te esperé aquí hace unos días. Te vi venir pero te desvaneciste de repente.
-Ah sí, venía, pero un llamado de mi padre me sujetó y no alcancé a llegar. Pero no te vi sentado aquí. Tal vez estaba demasiado lejos para verte.
-Yo no te vi en realidad, pero sentía que venías después de tu clase de karate… ¿así que le ganaste a esa chica?
-Sí, le gané, pero ahora venía de… no, en realidad, estaba en ese refugio del que te hablé, donde todos dormían, un internado. El otro día estabas ahí también y nos detenían, ¿te acuerdas?
-En realidad no estaba ahí, tú me viste pero yo no estaba. Pero, ¿pensaste en eso que te dije?... te dije que iríamos allá arriba, y a eso vine, a buscarte.
Ella miró al cielo, pero no vio de las nubes como motas de algodón, y se desilusionó un poco. Sólo había de aquellas como pinceladas de acuarela.
-Creo que nuestro paseo no resultará, además, mírame, estoy con este vestido de terciopelo verde. Y estas hojas…- las miró, y eran motas de algodón. Tomó un poco y se las llevó a la boca. – Viste, te dije que sabían a algodón de azúcar-.
Él caminaba por sobre el algodón, era esponjoso caminar por ahí. No llevaba zapatos, sólo disfrutaba de la tibia caricia de la tranquilidad en cada paso. Ella ya no llevaba el vestido verde, ahora era blanco, largo y liviano.
-No podías venir con ese otro- le dijo sonriéndose de nuevo.
-Si sé - le dijo coqueteándole. – Además eso de lanzar las hojas y flotar ya lo hice-
-Mira, desde aquí se puede ver la ciudad.
-Me imagino que debes estar por allá, acostado en tu sillón.
-Y tú por allá, ¿cierto?
-Sí, justo allá.
-¿Adónde iremos mañana?
-Pero ¿qué día es hoy?
-No lo sé.
-Me fijaré en mi celular- Lo tomó y se encontró con que había anochecido en la estación de trenes.
-Te dije que aprovecháramos el silencio y el sol de allá sin preocupaciones.
-Bueno, creo que es tarde ya. ¿no crees que esto es muy extraño?
-Sí, ya está siendo un poco mareador.
-Sí, un poco- le dijo sonriendo. Esto no puede estar pasando le dijo, sacudiendo su mano sujeta a la suya.
-Ya, despertemos mejor, deben ser como las 8.
-Lindo paseo- se sonrió, y se desvaneció, escuchando el martilleo del vecino clavando sobre el techo de la casa. Abrió los ojos. Ya eran las 9, se levantó, abrió las cortinas y vio las pinceladas de acuarela en la inmensidad del azul.
Él se asustó con el timbre, torpemente se levantó del sillón. Esperó a que tocaran de nuevo y nada. Avanzó a la ventana y se quedó contemplando las manchas de acuarela blancas, con el corazón y el cuerpo descansado.
Sólo algunos segundos les duraría el recuerdo, hasta ser absorbidos nuevamente por la bocanada absorbente de la rutina, los horarios, y el tiempo objetivo.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Cualquier cosa


Este no es un relato de aquellos por el cual estarían orgullosos los grandes escritores de la historia, ni menos yo, que soy muy crítica a la hora de analizar lo que escribo. No, este es uno de esos escritos sentimentaloides, salido desde las entrañas. De aquellos en los que uno no piensa, sino que los vive, los actúa, y accidentalmente se encuentra con el lápiz y el papel y lo vomita sin mediación de la crítica.

No sé, sólo ocurrió que el balde se rebasó de agua, y comenzó a caer por los costados, a propósito de una pequeña piedrecilla entrometida. ¿Qué fue?, aún lo estoy pensando…

Tal vez fue esa energía grisácea que se percibía en el ambiente, o quizás que desde hace ya largo rato un lodo pegajoso se metía en mis zapatos. Uno no puede vivir como si las sombras no existieran, como si el lodo fuera fácil de caminar, no. Pero, ¿por qué tiene que ser así?, ¿acaso no era posible ver las señales y hacerles frente como el común de la gente?, ¿por qué mantenerse en esas circunstancias?, nadie me ha pedido ser la mártir en esta historia, y qué patético hacer un papel que nadie te ha pedido que hagas, y más encima quejarte.

¿Es rabia?, ¿frustración?, ¿pena?, no sé… de repente me miro como si me viera desde arriba, y veo a una pobre muchachita llorando por nimiedades. Pero cuando vuelvo a mi centro, también son nimiedades, pero es una sensación de descontrol, como si al balde no se le acabara el agua que derrama.

Son pocas veces las que me siento así. Las emociones son mantenidas a raya generalmente, pero al parecer mi estrategia es poco eficaz. Y esto es sólo por mi cobardía, mi afinidad constante con la evitación.

A ver, si ensayara aquella forma que sé sería la más apropiada, diría algo así como: “no quiero seguir hablando contigo porque me produces rechazo, una sensación negativa que me amarga”. No, no, muy agresivo. A ver, de nuevo; “me molesta que te burles todo el tiempo del mundo, eso es muy desagradable”… vamos mejorando. O algo así como: “Podrías tratar de ser más empático con los demás”. Pucha, esto de la psicología igual me aburre un poco, ¿por qué adornar tanto las palabras?, si en realidad lo que tengo en la punta de la lengua es un “me caes mal, tan mal que el sólo hecho de tu presencia me jode el día”. Pero sí, es muy agresivo. Tal vez es así de agresivo porque el balde se llenó mucho… y ya no puedo hacer nada…

Es tan desagradable esto que siento, ganas de huir, de desvanecerme y volverme aire, pero siento que a donde voy me persigue la repugnancia, las malas energías que se me mete por los poros y me llevan al extremo de ser de nuevo la sentimentaloide que tanto odio ser.

Pero “menos mal que me conozco”, como diría Benedetti…

“…menos mal que mañana

o a más tardar pasado

sé que despertaré alegre y solidario

con mi culpita bien lavada y planchada

y no solo se me abrirán las puertas

sino también las ventanas y las vidas…”