Cuando se despidió él sabía que era el último beso... cerró la puerta y la imaginó corriendo por las escaleras para alcanzar el colectivo y llegar presurosamente a su reunión...
Recogió su ropa del piso, se sentó en el sillón, contempló las nubes, y se dejó invadir por la angustia, esa certeza férrea de que se iría de su lado para siempre.
La recordaba media mareada y con los ojos perdidos, mientras le confesaba su amor. Evidentemente estaba hiperventilada, y su cuerpo quería huir, por lo que él le brindaba uno de esos abrazos que la mantenían sujeta y controlada.
Él buscaba respuestas al mirarla. Ella sólo esbozaba sonrisas. Él sabía que ella era miedosa y cobarde. Ella no sabía que decir frente a la sentencia de un “te amo”. Él sabía que al decirlo corría el riesgo de perderla para siempre. Ella no sabía qué era el amor. Él lo había descubierto con ella. Ella huyó. Él lloraba sentado en su sillón.
Sintió rabia consigo mismo un momento, no tenía que haberlo dicho. Pero, ¿Cuánto más podría esconderlo? Ya nada tenía sentido. Sentado en su sillón, mirando las nubes y recordando sus largas conversaciones sobre el todo y la nada, los nunca y los siempre, la bipolaridad de ella y la hipersensibilidad de él, lloró.
Se sintió vacío. La odió, la amó, la olvidó, la añoró, la recordó, la insultó, todo en un breve momento, para volver a mirarse con su ropa en la mano y el recuerdo de su cuerpo tibio sobre su piel, sus besos de cereza y sus risas de golondrina.
Ese día ella estaba contenta. Lucía por primera vez desde que la conocía, unos delicados tacones. Esta vez se había arreglado más de lo habitual, y se sintió contento porque sabía que lo había hecho para él. La vio venir desde lejos. Llevaba el ceño fruncido y movía los labios cantando bajito. Pronto su mirada comenzaría a buscarlo y él esperaba ansioso el momento en que sus ojos se crucen y se extinga la fruición del ceño con una sonrisa.
Él se acercó lentamente entre la multitud, fascinado con sus ojos buscándolo, y entre tanta gente le tomó la mano y ella despertó de su búsqueda. Sonrió al verlo y le besó los labios. Él se sentía tan feliz…
¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué tenía que enamorarse? ¿Por qué ella tenía que asustarse tanto cuando las cosas se ponían serias?... no entendía, y la rabia lo embargaba. Los recuerdos lo sorprendían burlándose de él, no podía creer que todo era mentira, si ella lo quería, se lo había dicho muchas veces e incluso se enojaba cuando se lo preguntaba.No entendía… ahora él sabía que no la tendría más…
Le preguntó cómo estaba y ella serenamente tomó su mano. Ya no le avergonzaba caminar con él de la mano y él se sentía orgulloso. Le dijo que ahora bien, y que lo quería. Él era feliz. Se fueron a su casa, conversando de lo que hicieron en el día, y de lo que harían juntos.
Llegaron a su casa. Ella, como siempre, observaba todo detenidamente, olía las flores, soplaba la ceniza del incienso acumulada, tocaba las hojas de las plantas, y esbozaba un comentario sobre el orden de las cosas. Él la observaba, era casi un ritual de sus visitas.
Se levantó y decidió llamarla. Le diría que olvide sus palabras, que vuelvan a empezar como antes, cuando todo fluía sin proyecciones, sin planes… de alguna manera sentía que la presionaba, que la obligaba a amarlo de igual manera y la culpa comenzaba roerle los pensamientos. Tomó el teléfono y se frustró de inmediato. Ella sería amable, le diría que no importa,que todo seguiría como antes,como solía hacerlo con ligereza pero con la decisión ya tomada.
Se sentaron a mirarse, a idolatrarse con los ojos. Comenzaban a tejer una realidad paralela y mística, como siempre en sus encuentros. El avanzar de las nubes denotaba el tiempo que transcurría, mas ellos perplejos se miraban sin segunderos. Pronto y suavemente empezarían a amarse, con ternura, con fascinación.
La miraba en la penumbra. Amaba cuando el sol regalaba sus últimos rayos y el podía ver el contorno de su silueta y sus ojos de espejos observándolo. No podía evitarlo. “Te amo”, le dijo embelesado con la magia que desprendía. Ella despertó de su ensueño y se alejó para mirarlo en perspectiva. No entendía, se paró y él la siguió rodeando su cintura con sus brazos, diciéndole que no tema, que ellos se querían y que él sabía que ella podía enamorarse.
Quería huir. Sentía que a la quieta laguna verde le habían arrojado piedrecillas. ¿Enamorarse?... ella no quería enamorarse y él le estaba diciendo que podría hacerlo. Se despertaba del sueño entonces, se daba cuenta, y era tiempo de huir, del miedo ingente de dejar de ser quien era, de abandonar su libertad, de entregarse completamente a otro que pudiera abandonarla cuando quisiese. No, no debió despertarla de su sueño.
Al mirarla, con sus ojos temerosos entendió que había traído el amenazante invierno para la golondrina. Volvía a odiar su sensibilidad, su afán de sujetarla, su miedo a perderla…
Se fue, con excusas y pretextos, pero siempre con sonrisas. Un beso nervioso, un te quiero, y el inevitable adiós escondido en sus gestos.
No sabía qué pensar sobre lo dicho, no quería pensar en sus sentimientos, nunca quiso, siempre supo que había que sentir y la sentencia de él era obligarla a “amarlo” con la cabeza, a proyectarse, a establecerse… Pero la duda se había instalado, y era tajante en no darle paso a las palabras de amor.
Huyó, como siempre lo hacía, tal como él lo temía… no habría vuelta atrás. Tal vez sería amable, hasta tierna, pero de nuevo las espinas volvían a afilarse. Él lo sabía. Sentado en su sillón sabía que no podría abrazar nuevamente el tiempo subjetivo de sus miradas fascinadas, que no podría escuchar la música de su risa, y comenzaba a odiarla, tal como ella lo esperaba, como lo presentía mientras bajaba corriendo por las escaleras.
El tiempo subjetivo comenzó a ser eterno. Las horas transcurrían sin prisa y ambos se sentían chapoteando en su lodo, cada uno en su pegajoso y oscuro lodo… ¿qué más peor que un “te amo” frente a la muralla de un “yo no te amo”?... (“la culpa es de uno cuando no enamora y no de los pretextos ni del tiempo…”)