sábado, 27 de junio de 2009

Réquiem


Estaba junto a él, sumida en un sueño... convertida en aire, omnipresente y ausente, lejos de aquel instante…

Él parecía hablarle, acariciarla, mas ella no lograba comprender sus movimientos ni sus palabras...continuaba desfilando por recónditos puertos.

Sus ojos extraviados parecían extrañar al hombre que la acompañaba. Él le hacía preguntas, le insistía al tomarla de la mano. Había preocupación en sus ojos, como si sucediera algo terrible.
Ella buscaba en sus adentros una voz para tranquilizarlo, una fuerza que incitara a su mano a acariciarle el cabello y decirle que todo estaba bien, pero su conciencia se encontraba escondida dentro de su cuerpo sin querer (o poder) salir y manifestarse...
El rostro del hombre se desvanecía. Un silencio inmenso la absorbía. Su cuerpo se abatía, desorientado, como si todo diera vueltas... Gritos y angustias se estrujaban en sus adentros, ecos de súplicas y un miedo ingente se debatía dentro de ese cuerpo.
Caía de espaldas, mas no luchaba...
Él gritaba, ella no se movía...
Él lloraba, ella no respondía
Gritos de desesperación golpeaban las pareces de su pecho, sin respuesta.
Él lloraba, desesperado. -No te vayas -suplicaba entre sollozos- No me dejes solo...
Ella se debatía entre el dolor y el pánico, mientras resistía el enorme peso de su cuerpo, y un frío intenso que le arrebataba la voz y el recuerdo de sus besos.
Él la abraza, la recoge sobre su pecho, la besa. Te amo -le dice mirándola a los ojos-
Ella se resiste con todas sus fuerzas a abandonarse al aliento frio que la congela.
Él llora, la mira nuevamente y repite: Te amo.
Ella abandonándose finalmente, lo mira... Te amo -musita llevándose consigo el brillo triste de aquellos profundos ojos grises - sin alcanzar lo oídos de aquel desconsolado enamorado.
Él la besa y le cierra los ojos.


martes, 16 de junio de 2009

El escondite



Se quitaba los audífonos para escuchar el ritmo que seguían sus tacos al desplazarse por los recovecos de la biblioteca, donde le gustaba esconderse.

Se sentaba al final, en el último pasillo, oculta entre la literatura y los susurros de quienes osaban interrumpir el silencio agradable de la lectura.

Y esta lectura no era nada comparable al denso estudio de las interminables fotocopias de letra diminuta, que aún siendo temas interesantes, no se igualaban al descanso y placer de una extensa lectura escogida (o recomendada), el olor a páginas antiguas, y la desazón del final; una despedida, o algo parecido.

Antes leía mucho, incluso en sus años en que las letras diminutas se convertían en asiduos enemigos de sus historias, éstas lograban vencerlos. Así lo hizo ese año “Réquiem por un dandy”, “Oliver Twist”, “Las llaves del Reino”, y otros tantos (sin olvidar “Cien años de soledad”, que era su favorito y siempre encontraba resquicios para inmiscuirse).

Había olvidado ese pequeño escondite, tal vez por adquirir los gustos de él, pero ahora que ya no estaba, volvía a encontrarse con sus sencillos placeres, señal de que los recuerdos se escurrían, como suaves telas resbaladizas.

Ese día sintió que algo echaba en falta, y de repente escuchó sus tacos y recordó el escondite. Llegó y algo faltaba, un libro. Pero habían tantos que no sabía cual tomar, hasta que un sujeto le dijo ¿este era el que buscabas?, confundiéndola con alguien más, y ella asintió.

Era una señal, lo abrió, y comenzó a navegar en el abundante mar de palabras, desvaneciendo todo cuanto había en su alrededor y dibujando nuevos escenarios…

Pronto empezaría a sucederse no sólo la historia de aquel absorbente libro, sino los acontecimientos más inesperados en el escondite de esa biblioteca…

domingo, 7 de junio de 2009

fin de risa


Imaginaba que los fideitos de la sopa, “ojitos” como le decía su mamá, eran pequeñas personitas que devoraba. Engullendo, no sólo alimento tibio y apetitoso, sino también, las risas y el mundo microscópico que podía caber en un plato de sopa.

Revolvía una y otra vez, con aquella cuchara gigante, sonriendo ante aquellos diminutos seres, pertenecientes a las risas y los juegos. Tomaba algunos, los arrojaba de nuevo, mientras ellos disfrutaban del vaivén en cada revuelta.

Les hacía mucha gracia el movimiento, y luego de una y otra cosquilla oscilante, levantaba algunos y se los comía, escuchando un coro jocoso que se escurría por su garganta y hacia de las suyas en su pancita.

-No juegues con la comida –le decía su madre, mientras lavaba los demás platos, escuchándola reír ante sus diminutos amigos. Ella se reacomodaba en la silla, y les hacía señas para que se rían más bajito, pero los “ojitos” eran inquietos y no resistían las cosquillas de la cuchara, y la sonrisa amplia de aquella niña traviesa, con dientecitos de leche.

Seguía revolviendo, y los pequeños seres se empujaban unos a otros para ser levantados y transportados a aquel mundo lejano, que llenaba su curiosidad. Casi todos tenían posibilidad, pero siempre quedaban vestigios de pequeñuelos inalcanzables para la cuchara generosa.

-Ahora a reposar- le dice su madre mientras le quitaba el plato. Ella espera por unos minutos.

-¡Listo!- repite, mientras sale corriendo a jugar al patio, envestida de la energía contagiosa de sus amigos liliputienses.

Ahí estaba su padre entrenando a aquel perro bobalicón, que lo babeaba compulsivamente, haciendo caso omiso a las órdenes de pasar por debajo del limbo, como los canes de las competencias de tv. La pequeña corría con sus amigos bailando en su panza, llenándola de risas, distrayendo aún más al perro bobo.

El perro la mira, y ella comienza a correr, gritando y riendo nerviosamente, mientras el perro toma vuelo para perseguirla en sus jugarretas. Su padre observa, ordenando al perro dejarla, pero como era de costumbre éste no obedecía a su amo, con su ánimo antojadizo hacía lo que quería.

Gritaba, corría y reía, desesperada, siempre lo hacía cuando estaba asustada, dando la impresión de juego más que de temor.

El perro jugueteaba, y ella seguía gritando y riendo, corriendo alrededor del amplio patio, hasta que de un mordisco el perro la toma por el vestido y le desgarra la parte de atrás. La pequeña cae, y queda expuesta en su ropa interior. El padre al verla, explota en carcajadas, mientras el perro juega con el pedazo de vestido en su boca.

Ella se mira y brotan presurosas lágrimas regordetas. No hay nada peor para un niño que la vergüenza.

Los amigos en su vientre habían desaparecido, ahora la acompañaban intrusos duendes colorados alojados en sus mejillas.