
Imaginaba que los fideitos de la sopa, “ojitos” como le decía su mamá, eran pequeñas personitas que devoraba. Engullendo, no sólo alimento tibio y apetitoso, sino también, las risas y el mundo microscópico que podía caber en un plato de sopa.
Revolvía una y otra vez, con aquella cuchara gigante, sonriendo ante aquellos diminutos seres, pertenecientes a las risas y los juegos. Tomaba algunos, los arrojaba de nuevo, mientras ellos disfrutaban del vaivén en cada revuelta.
Les hacía mucha gracia el movimiento, y luego de una y otra cosquilla oscilante, levantaba algunos y se los comía, escuchando un coro jocoso que se escurría por su garganta y hacia de las suyas en su pancita.
-No juegues con la comida –le decía su madre, mientras lavaba los demás platos, escuchándola reír ante sus diminutos amigos. Ella se reacomodaba en la silla, y les hacía señas para que se rían más bajito, pero los “ojitos” eran inquietos y no resistían las cosquillas de la cuchara, y la sonrisa amplia de aquella niña traviesa, con dientecitos de leche.
Seguía revolviendo, y los pequeños seres se empujaban unos a otros para ser levantados y transportados a aquel mundo lejano, que llenaba su curiosidad. Casi todos tenían posibilidad, pero siempre quedaban vestigios de pequeñuelos inalcanzables para la cuchara generosa.
-Ahora a reposar- le dice su madre mientras le quitaba el plato. Ella espera por unos minutos.
-¡Listo!- repite, mientras sale corriendo a jugar al patio, envestida de la energía contagiosa de sus amigos liliputienses.
Ahí estaba su padre entrenando a aquel perro bobalicón, que lo babeaba compulsivamente, haciendo caso omiso a las órdenes de pasar por debajo del limbo, como los canes de las competencias de tv. La pequeña corría con sus amigos bailando en su panza, llenándola de risas, distrayendo aún más al perro bobo.
El perro la mira, y ella comienza a correr, gritando y riendo nerviosamente, mientras el perro toma vuelo para perseguirla en sus jugarretas. Su padre observa, ordenando al perro dejarla, pero como era de costumbre éste no obedecía a su amo, con su ánimo antojadizo hacía lo que quería.
Gritaba, corría y reía, desesperada, siempre lo hacía cuando estaba asustada, dando la impresión de juego más que de temor.
El perro jugueteaba, y ella seguía gritando y riendo, corriendo alrededor del amplio patio, hasta que de un mordisco el perro la toma por el vestido y le desgarra la parte de atrás. La pequeña cae, y queda expuesta en su ropa interior. El padre al verla, explota en carcajadas, mientras el perro juega con el pedazo de vestido en su boca.
Ella se mira y brotan presurosas lágrimas regordetas. No hay nada peor para un niño que la vergüenza.
Los amigos en su vientre habían desaparecido, ahora la acompañaban intrusos duendes colorados alojados en sus mejillas.
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