sábado, 25 de julio de 2009

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Ahora, todavía, de repente en las tardes grises y lluviosas, junto a un libro, un nuevo disco, un nuevo objeto colorido, sentía ganas de verla, con la certeza ciega que esa sonrisa amplia y sus ojos grandes y brillantes valorarían su tesoro.
Un beso simple, tomó el colectivo y se fue. Él, a punto de sacar un enorme pergamino de adioses, te voy a echar de menos, no te vayas, te quiero, debió tragarse forzadamente esas palabras y regresar con ellas, malhumorado a casa. La odiaba en esos momentos, porque era brusca y evitaba mirarlo a los ojos cuando le expresaba sus sentimientos, arrebatándole las palabras para continuar en un silencio ensordecedor.

Cuando se conocieron, ella era distinta, no temía de expresar sus sentimientos (al menos a él), al igual que en los largos años juntos. Le escuchaba atentamente y sabía abrazar como nadie ante un te quiero. Tenía las manos frías, pero eran las manos más cálidas del mundo.
De repente quería estar sola, pero igualmente la quería. Era bella, especialmente cuando estaba triste y bajaba la mirada, parpadeando escasas veces, sumida en un mundo ajeno, y provista de un misterio y una ternura que le desgarraba el corazón. “Sabía vagabundear por la tristeza”, pero volvía más fuerte y llena de risas, era sólo que necesitaba de la caricia fría de la soledad de vez en cuando.
Ahora, recordando esos tiempos de felicidad él comenzaba a sentirse desgraciado. Ella llegaba disculpándose por la tardanza y él, que odiaba esperar, se aguantaba las ganas de reprocharle. Pero ahora en la pieza de ambos, todavía blanca, ya sin el girasol, él no hacía más que recorrer con sus manos el espacio de ella en el lecho, repasar su perfume en su almohada, observar las rosas enanas… ¿qué había pasado?, ¿en qué momento había olvidado rescatarla de su soledad?
De a poco la soledad comenzó con sus fríos y rígidos brazos a seducirla, con la tristeza secundando sus sórdidas intenciones. A veces parecía superarlas y volvía rauda de luchar contra los fantasmas, pero en otras ocasiones él la socorría, extrañando y añorando sus cantos y salmos de cada mañana.
No sabía a ciencia cierta cuándo empezó a abandonar esos ojos cómo ventanas, para clausurarlos con postigos. A veces la odiaba, se sentía traicionado, embaucado por las alegrías del pasado, maldecía su espacio en la cama, su olor en las sábanas y se la quitaba restregando violentamente su recuerdo, durmiendo con otras mujeres, pensado que otro aroma borraría el sándalo de su piel de durazno.
Después de aquella profunda ola de tristeza que la embargó hasta consumirla y arrebatar su memoria, su hermana se la llevó para cuidar de ella. En ese momento la pequeña muchachita de antaño era irreconocible ante ese fantasma de piel verdosa, amplias ojeras y afiladas facciones. El paso vagabundo y las sonrisas que otrora le generaba un cálido bienestar en el estómago, ahora era ocupada por el vacío de esa insomne mujercilla de la mirada errática.
No había nada más que hacer, 5 años habían pasado del fatal accidente, y ella no había regresado indemne del trágico suceso. Poco a poco, comenzó a perder las palabras, los cantos y los cuidados. Las conversaciones nocturnas las comenzaba él, y se perdían ante el muro infranqueable de sus silencios. Ya no le besaba los ojos, ya no se levantaba a observarlo, y así él tampoco quiso empezar la mañana cantando, y aunque conservaba las ganas de sorprenderla con el girasol, el mutismo y ausencia de ella lo dejaban convertido en un satélite, frustrado y triste. Ahora ya ni siquiera deseaba comer, ni asearse, ni soñar. Permanecía tardes enteras parada frente a la ventana, con los ojos fijos en un punto, como aire, desvanecida entre las cosas y las sombras.
De manera que subió al colectivo y se fue, con la mirada esquiva le dio un beso, y él regresó malhumorado a casa, pensando en la pequeña muchachita que fue, y en si la amaba todavía, pero, qué más que amor podía ser ese dolor inmenso que sentía, como si le estuvieran desgarrando la piel, como si una parte de si mismo ya no estuviera…


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